viernes, 23 de agosto de 2013

El insólito peregrinaje de Harold Fry





Un ser anodino, un despertar, y un viaje desmesurado.

Hasta aquí un planteo que no es nuevo, y que podría inducir al desaliento. Existe todo un género literario sobre los viajes, donde el énfasis está puesto en la acción, la novedad cultural, lo deslumbrante, lo gracioso. Pero “El insólito…” no va por ese lado.
Harold es un oficinista, recientemente jubilado, que fracasó en los desafíos domésticos de su existencia, por no decir en todos. Perdió contacto con el único hijo que tuvo, y su matrimonio no se hundió, pero apenas flota.

Un día llega una carta de una ex compañera de trabajo, gravemente enferma. Harold escribe una respuesta escueta, que no le conforma, y así como va vestido, se dirige al buzón más cercano. La carta le sigue pareciendo inapropiada, no dice lo que debería, y ese buzón no lo inspira, así que se dirige al próximo. Y al próximo. Y ya va de camino al Norte.



Harold camina con la obcecación de un promesante, pero sin la iluminación y el entusiasmo  que uno supone en estos seres inspirados. A medida que pasan los días y llega el cansancio, su memoria se vuelve porosa a los recuerdos, a las historias dentro de su historia. Un mérito de la autora es presentárnoslas como las percibe Harold: en forma fraccionada, con una progresión azarosa, amplificadas por emociones que le brotan como géiseres.



Harold camina y camina, ya como un obseso. No es un filósofo que divaga en la campiña inglesa. No nos va endilgando moralinas. No es un ecologista, un hippie ni un apologista de nada. Es un ser que corre tras una intuición mínima, y es también un hombre que huye.

Pero son muchas las leguas, muchas las noches al raso, y ya no tiene las fuerzas que tuvo para escamotearse de sus fantasmas.



En el camino se encuentra con gente de historias singulares. O tal vez sea que se vuelven singulares en contacto con la singularísima de Harold. Quizás porque se animan a mostrar su lado insólito, ya sin defensas, en presencia de la sinceridad animal de este hombre casi anciano, maloliente y confundido, pero caminante.



Las similitudes con el entrañable Forrest Gump -aquel interpretado por Tom Hanks- son inevitables. Pero Forrest es un niño grande, que trae al mundo adulto sus reflexiones conmovedoras, y nos reprochan la inocencia perdida.

Harold es más cercano. Ni héroe ni antihéroe. Uno como tantos, de clase media y educación media, que jugó un póker con la vida con las cartas que le tocaron, lo mejor que supo hacerlo, y se fue desangrando sin entender del todo cómo. Hoy le quedan pocas fichas, y ninguna intención de seguir apostando.



Hasta que una última, loca vuelta del juego, lo lanza a mitad de la carretera, rotoso, los pies en una llaga, a la absoluta intemperie de sus recuerdos, que le calan los huesos como esa pertinaz lluvia británica. Nunca imaginó que salir de su cueva de topo fuera tan arriesgado. Caminar es ahora imperativo. Es lo que le da energías y se las consume, lo que le da sentido a su vida y se estruja. Un presentimiento apenas, una esperanza mínima, y luego toda la furia que los dioses descargan sobre los topos que osan salir de sus madrigueras.



El suyo es un peregrinaje, como reza el título. Como aquellos que hacían el Camino de Santiago, pero antes de los  autobuses pullman. En el Medioevo, a pan, cayado, hambre e inclemencias. Por fe, por necesidad, por sus temores, o por todo eso junto. Harold es ese hombre, el peregrino primitivo.



Harold me cae simpático. Aún más, me conmueve.

“El insólito….” es un libro hermoso, valiente, humano. No lo catalogaría como “un canto a la vida” -como yo concibo esta frase-, es más dramático y realista. Es más cercano.



Un hallazgo grande este libro. Un libro que es sobre todo la construcción de un personaje, posible a todos, que recordaré por un tiempo largo.